2 - REGRESO A GOR

Una vez más yo, Tarl Cabot, recorría los verdes campos de Gor.

Me desperté desnudo entre la hierba azotada por el viento, bajo aquella estrella ardiente, que es el sol de mis dos planetas, de la Tierra y de su hermana secreta, Gor, la Contratierra.
Me incorporé lentamente. Cada fibra de mi cuerpo vibraba en medio del viento intenso; mis cabellos ondeaban. Me dolían todos los músculos, que se alegraban de poder realizar los primeros movimientos libres desde hacía algunas semanas, ya que en las White Mountains había subido al disco plateado que era la aeronave de los Reyes Sacerdotes, el vehículo para los Viajes de Adquisición. Al ascender a la aeronave me había desvanecido. Y en ese estado, como ya había ocurrido otra vez hacía muchos años, había llegado a Gor.
Permanecí de pie durante algunos instantes, y dejé que el milagro de mi regreso repercutiera sobre todos mis nervios y sentidos.
Volví a experimentar la menor fuerza de gravitación del planeta, una sensación que desaparecería en cuanto mi cuerpo se adaptara al nuevo ambiente. Debido a esa menor fuerza de gravedad, esfuerzos corporales que sobre la Tierra hubieran parecido sobrehumanos, en Gor eran completamente naturales. El sol, tal como lo recordaba, era un poco más grande de lo que parecía visto desde la Tierra, pero no era muy sencillo estar seguro de esta apreciación.
A poca distancia distinguí manchas amarillas, algunos bosquecillos de Ka-la-na, como los que se encuentran a menudo en los campos de Gor. Más hacia la izquierda se extendía un magnífico campo de Sa-Tarna, que se mecía plácidamente en el viento, aquel grano grande y amarillo que es un componente esencial de la alimentación goreana. A la derecha se veían a alguna distancia montañas, de forma imprecisa, borrosa. De acuerdo con su forma y su altura me pareció que debía tratarse de las montañas de Thentis. Y desde allí, podría encontrar mi camino hacia Ko-ro-ba, aquella ciudad de los cilindros a la que hace años había empeñado mi espada.
De pie, expuesto a los rayos del sol, alcé sin pensar, los brazos en una plegaria pagana a los Reyes Sacerdotes, que nuevamente me habían traído de la Tierra a este mundo. Su poder ya me había alejado una vez de Gor en cuanto había concluido mi misión. En aquella ocasión me habían separado de mi padre y de mis amigos, así como de la joven que amaba, de la hermosa Talena de cabellos negros, la hija de Marlenus, ex Ubar de Ar, la ciudad más grande en toda la extensión conocida de Gor.
Mi corazón no sabía de amor hacia los Reyes Sacerdotes, aquellos misteriosos habitantes de las Montañas Sardar, quienesquiera fueran, pero sentía agradecimiento frente a ellos o frente a los poderes extraños que los guiaban.
El hecho de haber sido traído nuevamente a Gor, para visitar una vez más mi ciudad y a mi amada, seguramente no era un gesto espontáneo de generosidad o justicia, como podría parecer a primera vista. Los Reyes Sacerdotes, guardianes del Lugar Sagrado en las Montañas Sardar, aparentemente familiarizados con todo lo que acontecía en Gor, dueños de la terrible muerte llameante, que podía aniquilar todo lo que les disgustaba, no se dejaban guiar por motivos tan toscos como los hombres, no se sometían a las reglas de la decencia y del respeto, que pueden influir en los actos humanos. Ellos tenían sus propias metas, misteriosas y remotas, y para el logro de dichas metas los seres humanos eran usados como meras marionetas. Corría el rumor de que los Reyes Sacerdotes utilizaban a los hombres como si fueran piezas en un juego y que, cuando una pieza ya había desempeñado su papel, era descartada o, como en mi caso, alejada del tablero, hasta que los Reyes Sacerdotes sintieran ganas de volver a jugar. A algunos pasos de distancia se encontraban unos objetos sobre la hierba. Distinguí un casco, un escudo y una lanza, y junto a esto un zurrón. Me arrodillé y examiné mi hallazgo.
El casco era de bronce, trabajado al estilo griego y en la parte anterior presentaba una única abertura en forma de Y. No llevaba la insignia de ninguna ciudad y el escudo de armas estaba vacío.
El escudo redondo, formado por capas de cuero endurecidas, superpuestas concéntricamente, sujetas por ganchos de latón, con una correa doble, a través de la cual se pasaba el brazo izquierdo, aparecía igualmente sin marca. Generalmente un escudo goreano es multicolor y tiene insignias, gracias a las cuales se puede reconocer la ciudad de origen del guerrero que lo porta. Si este escudo me estaba destinado a mí, que en realidad yo no lo ponía en duda, debería llevar las armas de Ko-ro-ba, mi ciudad.
La lanza también era típicamente goreana. Pesada, de unos dos metros de largo, con una punta de bronce de unos cuarenta centímetros de largo. La lanza es un arma terrible y, debido a la menor fuerza de gravitación propia de Gor, puede ser arrojada con una fuerza inconcebible, y traspasar un escudo a poca distancia o clavarse treinta centímetros en una madera dura. Con este arma los hombres se atreven a internarse en la Cordillera Voltai, habitada por el larl, y dar caza a esta fiera increíble, parecida a una pantera, que en posición vertical mide más de dos metros.
En efecto, la lanza goreana es tan eficaz que muchos guerreros desdeñan las armas arrojadizas más pequeñas, como por ejemplo el arco o la ballesta, las que igualmente se encuentran con bastante frecuencia. Lamenté, por cierto, no encontrar un arco entre las armas que se hallaban a mis pies, ya que había desarrollado cierta destreza en su manejo en mi última estancia en Gor, así como una afición por él, que había escandalizado a mi instructor de entonces.
Recordaba con afecto a Tarl el Viejo. Tarl es un nombre frecuente en Gor. Me alegraba mucho la perspectiva de volver a encontrarme con ese hombre robusto, barbudo y orgulloso como un vikingo, un extraordinario espadachín que me había adiestrado en el manejo de las armas y convertido en un guerrero goreano.
A continuación abrí el zurrón. Contenía una túnica escarlata, unas sandalias y una capa, o sea la vestimenta propia de un miembro de la casta guerrera goreana. Y esto me regocijaba, ya que yo pertenecía a esa casta, desde aquella mañana en que mi padre, Matthew Cabot, Administrador de Ko-ro-ba, me había entregado las armas y había adoptado como mía la Piedra del Hogar de esta ciudad.
Para un goreano, aunque hable raramente de tales cosas, una ciudad es algo más que ladrillos y mármol, algo más que cilindros y puentes. No es un simple lugar, un simple punto de referencia geográfico, en el cual los hombres han construido sus viviendas. El goreano cree que una ciudad no equivale simplemente a la suma de sus partes; para él es casi un ser vivo o algo más. Es un ser dotado de historia, es un ser con una tradición, una herencia, hábitos y costumbres, carácter, intenciones, esperanzas. Si un goreano dice, por ejemplo, que es de Ar o Ko-ro-ba, esto significa más que una simple información acerca de su lugar de residencia.
En general, los goreanos no creen en la inmortalidad, aunque existen excepciones, en particular en la Casta de los Iniciados. Pertenecer a una ciudad significa, en consecuencia, que se es parte de algo menos perecedero que uno mismo, de algo divino en el sentido de inmortalidad. Naturalmente, como sabe todo goreano, también las ciudades son mortales, ya que pueden ser destruidas. Pero este hecho, quizás aumente aún más su cariño por las ciudades. Su amor por una ciudad se concentra en una piedra, que se conoce bajo el nombre de Piedra del Hogar y que, por lo general, se conserva en el cilindro más elevado de una ciudad. La Piedra del Hogar a veces es poco más que un tosco trozo de roca proveniente de una época remota, cuando la ciudad no era más que un simple grupo de chozas a orillas de un río, mientras que otras veces puede ser un cubo de mármol o granito espléndidamente tallado. Esta Piedra del Hogar constituye el símbolo de la ciudad. Pero tampoco el término símbolo es totalmente adecuado. Casi parecería que la ciudad misma se identificara con la Piedra del Hogar, como si la Piedra fuera para la ciudad lo que la vida es para cada hombre. Las leyendas afirman que una ciudad sobrevive mientras cuenta con su Piedra del Hogar.
Pero no sólo las ciudades tienen sus Piedras del Hogar, también los pueblos pequeños y modestos y las chozas más primitivas de estos pueblos contienen sus propias Piedras, como asimismo las habitaciones ricamente decoradas del Administrador de una ciudad tan grande como Ar.
Mi Piedra del Hogar era la Piedra de Ko-ro-ba, la ciudad a la que ahora deseaba regresar.
En el zurrón también encontré una bandolera, junto con la espada corta de los goreanos. La desenvainé. Estaba bien equilibrada, con doble filo, de casi cincuenta centímetros de largo. La empuñadura me resultaba conocida, y reconocí asimismo algunas ralladuras en la hoja. Era el arma que había utilizado durante el sitio de Ar. Me invadió una sensación extraña al volver a sostenerla en la mano y sopesarla; la curva conocida entre los dedos. Con esta espada me había abierto camino hacia el cilindro central de Ar, cuando liberé a Marlenus, el discutido Ubar de esta ciudad. Esta arma se había cruzado con el arma de Pa-Kur, el Jefe de los Asesinos, con quien tuve que luchar por Talena, mi amada. Y ahora volvía a sostener la espada en mi mano. Me preguntaba cómo había podido suceder esto y sólo sabía que respondía a los deseos de los Reyes Sacerdotes.
Dos objetos que había esperado encontrar no se hallaban en el zurrón: un aguijón y un silbato de tarn. El aguijón de tarn es una vara pequeña, de unos cincuenta centímetros de largo. En su mango tiene también un pequeño interruptor, que cuando entra en funcionamiento, electrifica a la barra y lanza un sinnúmero de chispas. Se la utiliza para controlar a los tarns, esas aves gigantescas, semejantes a halcones, muy difundidas en Gor y utilizadas como cabalgaduras. Los tarns son entrenados desde pequeños para reaccionar frente a las indicaciones del aguijón de tarn.
El silbato de tarn se utiliza para llamar al animal. Generalmente los tarns sólo reaccionan ante un único sonido: el silbido de su amo. Esto no sorprende si sabemos que son amaestrados por los miembros de la Casta de Criadores de Tarns para reaccionar así. Cuando se le deja o vende el tarn a un guerrero, el nuevo jinete recibe el silbato. Por consiguiente, el tarnsman cuida este objeto con sumo cuidado, pues si llegara a caer en manos enemigas habría perdido su cabalgadura.
Me puse las rojas vestiduras propias del guerrero goreano. Me desconcertaba el hecho de que mi ropa, así como mi casco y escudo, no llevara insignias. Esto contradecía las costumbres goreanas, ya que por lo general sólo los proscritos, hombres sin ciudad, no llevan blasón.
Me coloqué el casco y me pasé el escudo y la espada por encima del hombro izquierdo. Luego tomé la lanza con la mano derecha y por último contemplé el cielo y elegí mi camino de acuerdo con la posición del sol, sabiendo bien que Ko-ro-ba se encontraba al noroeste de las montañas.
Mi paso era leve; mi estado de ánimo óptimo. Estaba otra vez en mi patria, pues allí donde me esperaba mi amada, estaba mi patria. Allí donde mi padre me había esperado, después de una separación de más de veinte años, donde había bebido y reído junto a guerreros amigos, donde había aprendido a leer y escribir por obra de mi querido amigo, el escriba Torm, ahí estaba mi patria.
Mis pensamientos brotaban en goreano, de forma tan espontánea que parecía que no hubiera estado ausente durante siete años. De repente advertí que había empezado a cantar una canción guerrera, mientras caminaba por la hierba. Había regresado a Gor.