3 - HOK

Había recorrido un buen trecho del camino a Ko-ro-ba, cuando noté con alegría que llegaba a uno de los caminos estrechos que conducen a la ciudad. Lo reconocí, pero aun si no lo hubiera hecho, no hubiera podido pasar por alto las insignias de la ciudad sobre las piedras pasang al borde del camino. Allí podía enterarme acerca de la cantidad de pasangs que todavía faltaban para llegar a las murallas de la ciudad. Un pasang equivalía aproximadamente a un kilómetro.

El camino, como en casi todo Gor, estaba construido en la tierra como un muro, algo que debía perdurar a través de cientos de generaciones. Los goreanos, que tienen poco sentido para el progreso, le dan mucha importancia a un trabajo artesanal bien hecho. No importa qué es lo que construyan, siempre piensan en seguir utilizándolo hasta que por obra del tiempo quede reducido a polvo. Y este camino no era más que un sendero secundario insignificante, sin ancho suficiente como para dar cabida simultánea a dos carretas.
Comprobé con sorpresa que entre las piedras del empedrado crecían matas de hierba; y sin embargo nos encontrábamos muy cerca de la ciudad. De vez en cuando alguna vid extendía sus zarcillos a través del camino.
Comenzaba a anochecer, y de acuerdo con las piedras pasang, todavía debía caminar durante algunas horas. A pesar de que aún no reinaba la oscuridad muchos de los pájaros multicolores se habían retirado ya a sus nidos. Aquí y allá comenzaban a revolotear enjambres de insectos nocturnos. Las sombras de las piedras pasang se habían vuelto más largas y, como están colocadas de tal manera que sirven también como relojes de sol, pude enterarme de que ya había pasado la decimocuarta ahn u hora goreana. El día goreano está dividido en veinte ahns. El décimo ahn corresponde al mediodía, el vigésimo a la medianoche. Cada ahn se compone de cuarenta ehns o minutos, y cada ehn de ochenta ihns o segundos.
Pensé si tenía sentido continuar la marcha. Pronto se pondría el sol y la noche goreana está llena de peligros, particularmente para un hombre a pie.
En la oscuridad el eslín, una fiera impresionante de seis patas, medio serpiente medio mamífero, sale de caza. Todavía no había visto a ninguno de estos monstruos, pero hacía años me habían mostrado, en cierta oportunidad, sus huellas.
A la luz de las tres lunas goreanas también se divisaba a veces la sombra del ul, un gigantesco lagarto volador, que en busca de su presa se alejaba considerablemente de sus pantanos nativos en el delta del Vosk.
Lo que más me inquietaba imaginar era quizás las manadas de varts, aquellos roedores voladores ciegos, parecidos a los murciélagos, que en pocos minutos podían devorar totalmente un cuerpo; cada animal llevaba un pequeño trozo de carne a su oscura caverna.
Otro peligro más me acechaba en el camino, por el hecho de no contar con ninguna luz para alumbrarme. Al oscurecer, serpientes de las más variadas especies aparecen en el camino buscando calor, ya que las piedras retienen durante largo tiempo el calor diurno del sol. Entre estas serpientes se encontraba la enorme pitón goreana, el hith. Aún más peligroso era quizás el diminuto ost, un pequeño reptil maligno, de color naranja claro, de apenas unos treinta centímetros de largo, cuya mordedura resulta mortal a los pocos segundos.
A pesar de mis ansias de regresar a Ko-ro-ba, decidí abandonar el camino, envolverme en mi capa y pasar la noche al abrigo de algunas rocas o quizá entre algunos arbustos espinosos, donde podía dormir con relativa seguridad. Mas cuando empezaba a pensar en interrumpir el viaje, noté de pronto que tenía hambre y sed y el zurrón con las armas no contenía comida ni agua.
Apenas me había alejado de las piedras del camino, cuando observé una figura ancha y encorvada, que se acercaba con pasos cuidadosamente medidos. Sobre la espalda llevaba un enorme haz de leña, sostenido por dos cordeles, que sujetaba por delante con los puños. Por su figura, así como por su carga, parecía ser un miembro de la Casta de los Portadores de Leña o Leñadores, una casta goreana que, junto con la Casta de los Carboneros, provee en gran medida de combustible a las ciudades goreanas.
El peso que este hombre sostenía sobre su espalda era inconcebible y hubiera dado que hacer a más de uno. El haz sobresalía a una altura casi equivalente al tamaño de un hombre sobre su espalda encorvada y tenía un ancho de más de un metro. Yo sabía que el soporte de la carga dependía, en gran parte, del hábil empleo de sogas y músculos dorsales, pero sin lugar a dudas también intervenía la fuerza pura, y este hombre, lo mismo que sus hermanos de casta, había sido formado a lo largo de generaciones para su tarea.
Se acercó. Sus ojos estaban casi completamente ocultos tras un desgreñado mechón de pelo blanco, entremezclado con hojas y pedacitos de corteza. Las patillas probablemente se las había afeitado con su gran hacha de leñador, de doble filo, que se encontraba atada arriba, sobre el haz. Llevaba la vestimenta corta, agujereada y sin mangas, propia de su casta, con trozos de cuero en la espalda y los hombros. Sus pies, descalzos, estaban negros hasta los tobillos.
Me coloqué delante de él en el camino.
—Tal —dije y alcé mí brazo derecho, con la palma de la mano hacia adentro, empleando el saludo goreano acostumbrado.
La figura desgreñada, ancha, fuerte, monstruosamente deformada por la práctica de su oficio, se encontraba delante de mí, con las piernas firmemente apoyadas en el suelo. Levantó la cabeza. Sus anchos ojos rasgados, pálidos, acuosos, me examinaron a través del mechón de pelo que prácticamente los ocultaba.
A pesar de la reacción lenta, a pesar de los movimientos medidos y cuidadosos tuve la impresión de que estaba sorprendido. Evidentemente no había esperado encontrar a alguien en ese camino. Esto me confundió.
—Tal —dijo con voz gruesa.
Supe que pensaba cuánto tardaría en agarrar el hacha que se encontraba arriba sobre su carga.
—No tengo malas intenciones —dije.
—¿Qué quieres? —preguntó el leñador, que mientras tanto debía haber notado que mi escudo no llevaba insignia; ahora seguramente me tomaba por un proscrito.
—No soy un proscrito —dije.
Evidentemente no me lo creyó.
—Tengo hambre —continué—, y no he comido nada desde hace muchas horas.
—Yo también tengo hambre —respondió—, y no he comido nada desde hace muchas horas.
—¿Tu choza se encuentra cerca de aquí? —pregunté. Sabía que debía ser así, pues ya era tarde. El sol regulaba los horarios de la mayoría de las actividades goreanas y el leñador seguramente se encontraba de camino a casa.
—No —dijo.
—No tengo malas intenciones frente a ti o a tu Piedra del Hogar —dije—. No tengo dinero y no puedo pagarte, pero tengo hambre.
—Un guerrero toma lo que desea —dijo el hombre.
—No deseo quitarte nada —respondí.
Me miró y creí percibir la sombra de una sonrisa sobre su rostro apergaminado.
—No tengo ninguna hija —dijo—. No tengo dinero ni otros bienes.
—Entonces te deseo éxito y riquezas —respondí riendo—. Y reanudaré mi camino.
Pasé junto a él y pensaba continuar la marcha.
Apenas me había alejado unos pasos, cuando su voz me detuvo. Me costó entenderlo, pues los solitarios integrantes de la Casta de los Leñadores hablan raramente.
—Tengo guisantes y nabos, ajo y cebollas en mi choza —dijo el hombre cuyo haz de leña parecía una espalda gigantesca.
—Los mismos Reyes Sacerdotes —respondí— no pedirían más.
—Entonces comparte la olla conmigo, guerrero —dijo.
—Me siento honrado —respondí; y era cierto.
A pesar de que yo pertenecía a una casta elevada y él no, en su propia choza era, según las leyes goreanas, el soberano, pues allí se encontraba dentro del ámbito de su propia Piedra del Hogar. Sí; aun un hombre tímido, que en presencia de personalidades de mayor rango no se atreve a alzar la vista, puede convertirse en un león cuando se encuentra junto a su Piedra del Hogar, orgulloso, despectivo, generoso o reservado, un verdadero rey, aunque sólo sea en su propia choza.
En efecto, había una serie de historias según las cuales hasta guerreros habían sido vencidos por campesinos furiosos, en cuyo hogar habían penetrado, ya que en la proximidad de sus Piedras del Hogar, los hombres luchan poniendo a prueba todo su valor, luchan como el tristemente célebre larl de las montañas. Más de un campo de agricultores goreanos está regado con la sangre de algún guerrero imprudente.
El corpulento leñador mostró una amplia sonrisa. Esa noche tendría un invitado. Él mismo hablaría poco, ya que no estaba acostumbrado a hacerlo, y era demasiado orgulloso para formar frases que probablemente resultaran torpemente construidas y gramaticalmente incorrectas, pero estaría sentado junto al fuego hasta el amanecer y no me dejaría dormir, deseando que le contara historias, relatos acerca de mis aventuras, descripciones de lugares alejados. Lo que yo le contara era menos importante que el mero hecho de que se dijera algo, que esa noche no la hubiera vuelto a pasar solo.
—Me llamo Zosk —dijo.
Me pregunté sobre si éste sería el nombre que acostumbraba usar o su nombre verdadero. Los miembros de castas inferiores a menudo utilizan un nombre y reservan el nombre verdadero para su empleo por parte de miembros de la familia y amigos íntimos, para protegerlo de los hechiceros u otros poderes malignos. De alguna manera tuve la sensación de que Zosk era su nombre verdadero.
—¿Zosk de qué ciudad? —pregunté.
La ancha y recia figura pareció quedarse rígida. Los músculos de sus piernas se pusieron tensos, se combaron hacia afuera. El vínculo que durante segundos había existido entre nosotros pareció esfumarse repentinamente, como ante el soplo de un viento frío
—Zosk… —dijo.
—¿De qué ciudad? —pregunté.
—De ninguna ciudad.
—Seguramente —dije— eres de Ko-ro-ba.
El gigante deformado retrocedió como herido por un latigazo y comenzó a temblar. Sentía que este hombre sencillo, ingenuo, de pronto tenía miedo. Creo que hubiera podido enfrentar valientemente un larl con su hacha, sin perder un instante, pensando en el peligro, pero ahora sentía miedo. Sus grandes puños, que sostenían las sogas del haz de leña, se tornaron de un color blanco; los pedazos de leña se entrechocaban entre sí.
—Yo soy Tarl Cabot —dije— Tarl de Ko-ro-ba.
Zosk dejó escapar un grito inarticulado y comenzó a retroceder a tropezones. Sus manos se aferraron a las sogas y el gran haz de leña se aflojó y cayó ruidosamente sobre el empedrado del camino. Zosk quiso huir, pero resbaló sobre uno de los palos y cayó al suelo, casi sobre el hacha que se encontraba en medio del camino. Impulsivamente la agarró, como si se tratara de una tabla salvadora en el torbellino mortal de sus temores.
Con el hacha en la mano pareció recordar su pertenencia a una casta y permaneció acurrucado en el camino, a media luz, como un gorila armado; inhaló profundamente el aire, tratando de dominar su temor.
Sus ojos me examinaron a través de su pelo canoso y enredado. No entendía su miedo, pero me tranquilizaba el hecho de que lo superara, ya que el miedo es el enemigo común de todos los seres vivos, y de alguna manera, consideré su triunfo también como un triunfo mío. Recordé el episodio ocurrido en las montañas de New Hampshire, donde en una ocasión me había dejado dominar vergonzosamente por el miedo y había salido corriendo, esclavo de aquello que consideraba demasiado humano.
Zosk se incorporó, en la medida en que se lo permitía su columna encorvada.
Su miedo había desaparecido.
Habló lentamente. Le costaba hacerlo, pero ya volvía a ser dueño de sí mismo.
—Di que no eres Tarl de Ko-ro-ba —me pidió.
—Pero lo soy —respondí.
—Te lo pido como favor —dijo Zosk, cuya voz vibraba ahora emocionada—. Dime que no eres Tarl de Ko-ro-ba.
—Yo soy Tarl de Ko-ro-ba —respondí con firmeza.
Zosk alzó su hacha.
Parecía liviana en su mano voluminosa. Sentí que con ella podía derribar un árbol de un solo golpe. Paso a paso se fue acercando, levantando el hacha sobre su hombro con las dos manos.
Finalmente se detuvo delante de mí. Creí ver lágrimas en sus ojos. No hice nada para defenderme, pues de algún modo sabía que Zosk no me atacaría. Luchaba consigo mismo, su rostro sencillo estaba descompuesto por el dolor, sus ojos reflejaban un sentimiento que lo torturaba.
—¡Que los Reyes Sacerdotes me perdonen! —exclamó.
Arrojó el hacha al suelo, que cayó con estrépito sobre el empedrado del camino. Zosk se tumbó de rodillas y luego se sentó con las piernas cruzadas. Su cuerpo corpulento estaba convulsionado por sollozos violentos; ocultó su cabeza maciza entre las manos, y con voz pesada y gutural lanzó un gemido desesperado.
En tales momentos no hay que acercarse a un hombre, ya que según la concepción goreana, el sentimiento de lástima humilla tanto a quien lo experimenta como a aquel a quien va destinado. De acuerdo con las costumbres goreanas se puede sentir amor, pero no lástima.
De modo que reanudé mi camino.
Había olvidado mi hambre. Ya no pensaba en los peligros del camino.
Al amanecer llegaría a Ko-ro-ba.