13 - LOS JUEGOS DE THARNA

El sol me hería los ojos. La blanca arena perfumada, entremezclada con mica y plomo rojo, me quemaba los pies. Parpadeé una y otra vez intentando aminorar la tortura de la luz deslumbrante. Podía sentir cómo el calor del sol traspasaba mi yugo de plata.

Las astas de varias lanzas me pinchaban la espalda, empujándome. Avanzaba a tropezones, y me hundía hasta los tobillos en la arena ardiente. A mi derecha e izquierda otros prisioneros sufrían una suerte parecida; uncidos a sus yugos eran empujados como si fueran animales. Algunos se lamentaban, otros echaban maldiciones. Uno de ellos, el que iba a mi izquierda, se hallaba silencioso, yo sabía que era Andreas, de la ciudad desértica de Tor. Finalmente terminó el tormento de las puntas de lanza.
—¡De rodillas ante la Tatrix de Tharna! —ordenó una voz imperiosa, que nos hablaba a través de una especie de bocina.
Escuché la voz de Andreas junto a mí. —Qué extraño —dijo—, la Tatrix no suele presenciar los espectáculos de Tharna.
Me pregunté si no sería acaso yo la causa por la cual la Tatrix misma estuviera presente.
—¡De rodillas ante la Tatrix de Tharna! —repitió la voz, imperiosamente.
Los demás prisioneros obedecieron. Sólo Andreas y yo permanecimos de pie.
—¿Por qué no te arrodillas? —pregunté.
—¿Crees que sólo los guerreros son valientes?
De repente recibió un brutal golpe con una lanza en la espalda y cayó al suelo gimiendo. También a mí me alcanzó varias veces el asta de la lanza, me golpeó los hombros y la espalda, pero permanecí de pie. De alguna manera firme en el yugo como un buey. De pronto, con un sordo chasquido, el látigo se enroscó alrededor de mis piernas, como una serpiente de fuego. Sentí como si me separaran los pies del resto del cuerpo y caí pesadamente a la arena.
Miré a mi alrededor.
Como imaginaba, nos hallábamos hincados en la arena de un gran ruedo.
Se trataba de un espacio ovalado y tenía un largo aproximado de cien metros. El ruedo estaba tapiado por muros de cuatro metros de altura. Los muros estaban divididos en sectores, pintados de colores vivos: dorado, púrpura, rojo, naranja, amarillo y azul.
La superficie del ruedo, de blanca arena perfumada y reluciente de mica y plomo rojo, contribuía a presentar un cuadro de alegre colorido. En algunas partes privilegiadas de las tribunas, que se levantaban por todos lados, flotaban gigantescos toldos de seda rayada amarilla y roja, que ondeaban al viento.
Parecía que todos los magníficos colores de Gor, ausentes en los edificios de Tharna, se prodigaran en este lugar de diversiones.
En las tribunas, a la sombra de los toldos, vi cientos de máscaras de plata. Las altivas mujeres de Tharna, tranquilamente sentadas en sus bancos sobre abigarrados cojines de seda, aguardaban expectantes el comienzo de los juegos.
También observé el gris de los hombres en las tribunas. Algunos de éstos eran guerreros armados, que posiblemente estuviesen apostados para cuidar el orden, pero muchos debían ser ciudadanos comunes de Tharna. Algunos parecían conversar entre ellos y acaso hicieran apuestas, pero los más estaban sentados rígidamente en sus bancos de piedra, graves y silenciosos en sus túnicas grises, y no era posible adivinar sus pensamientos. En el calabozo, Linna nos había contado a Andreas y a mí que el hombre de Tharna tenía la obligación de asistir a las diversiones de la ciudad por lo menos cuatro veces al año ya que, de lo contrario, él mismo era arrojado al ruedo.
Se oyeron gritos de impaciencia en las tribunas; agudas voces de mujer, que contrastaban extrañamente con la placidez de las máscaras plateadas. Todos los ojos parecían dirigirse hacía el sector de las tribunas delante del cual nos hallábamos arrodillados, resplandeciente de oro.
Alcé la mirada hacia el muro y allí, sobre un trono de oro, vi a la única mujer que tenía el derecho a llevar una máscara de oro, la Primera Mujer de Tharna, Lara, la Tatrix.
Se levantó de su trono dorado y alzó la mano. Llevaba un guante dorado en el que aleteaba un pañuelo también dorado.
Se hizo silencio en todo el ruedo.
A continuación, advertí con gran sorpresa, que los hombres de Tharna uncidos al yugo, arrodillados junto a mí en el ruedo, expulsados por su ciudad, condenados, comenzaron a cantar un extraño himno. Andreas y yo, que no éramos oriundos de la ciudad, fuimos los únicos que no participamos en el coro. Me atrevo a afirmar que Andreas estaba tan sorprendido como yo.
Aunque somos bestias abyectas
que vivimos tan sólo para proporcionaros comodidad,
que morimos tan sólo para proporcionaros placer,
glorificamos las máscaras de Tharna.
¡Gloria a las máscaras de Tharna!
¡Gloria a la Tatrix de nuestra ciudad!
El pañuelo dorado cayó revoloteando sobre la arena del ruedo, y la Tatrix volvió a sentarse y se recostó cómodamente sobre los almohadones de su trono. Una voz resonó por el tubo acústico. —¡Que comiencen los espectáculos de Tharna!
Este anuncio fue saludado por aclamaciones de entusiasmo y gritos estridentes, pero apenas pude escucharlos, ya que alguien me asió con rudeza y me puso de pie.
—En primer lugar —dijo la voz—, se procederá a la carrera de bueyes.
Nos encontrábamos en el ruedo unos cuarenta míseros cautivos, aproximadamente. En pocos segundos, los guardias nos separaron en grupos de a cuatro, sujetando nuestros yugos con cadenas. A punta de látigo nos llevaron hasta un lugar donde se hallaban algunos bloques grandes de granito, cada uno de los cuales pesaría una tonelada. A los costados de los bloques estaban adheridos unos aros de hierro; cada grupo fue encadenado a uno de esos bloques.
Se nos indicó la dirección que debíamos tomar. La carrera comenzaba y concluía frente al muro dorado, detrás del cual estaba sentada la Tatrix de Tharna resplandeciente de oro. Cada yunta tenía un auriga que llevaba consigo un látigo y se hallaba sentado sobre el bloque de piedra. Laboriosamente arrastramos los pesados bloques hasta llegar delante del muro dorado. El yugo de plata, que ardía al calor del sol, me quemaba el cuello y los hombros.
Al detenernos junto al muro oí la risa de la Tatrix y la ira me nubló la vista.
Nuestro auriga era el hombre de los brazaletes de cuero, que me había llevado de los calabozos del urt hasta la sala del trono de la Tatrix. Se aproximó e inspeccionó nuestras cadenas. Mientras examinaba mi yugo y mi cadena, dijo: —Dorna la Orgullosa apostó cien discotarns de oro a este bloque. Haz lo posible para que no pierda.
—¿Y si pierde? —pregunté.
—Entonces os querrá ver hervidos en aceite de tharlarión —dijo riendo.
Con un gesto displicente, la Tatrix levantó la mano unos centímetros por encima del brazo del trono y se dio comienzo a la carrera.
Nuestro bloque de granito no perdió.
Con los músculos doloridos, acuciados una y otra vez por el látigo de nuestro auriga, avanzábamos salvajemente. No tardamos mucho en maldecir la arena coloreada del ruedo, que se amontonaba delante del bloque, mientras arrastrábamos la roca metro a metro. Pero logramos ser los primeros en llegar hasta la zona del muro dorado. Al liberársenos de nuestras cadenas, descubrimos que uno de los hombres de nuestro tiro había muerto en el trayecto.
Nos dejamos caer en la arena sin avergonzarnos.
—¡Las luchas de bueyes! —gritó una de las máscaras plateadas, y su grito fue imitado por otras mujeres hasta que en todo el ruedo resonó: —¡La lucha de bueyes! —en boca de las mujeres de Tharna.
Por segunda vez se nos puso violentamente en pie, y advertí con espanto que en nuestros yugos se introducían púas de acero, de puntas afiladísimas de casi cuarenta centímetros de largo.
Andreas, cuyo yugo también fue provisto de esas púas, se volvió hacia mí —Tal vez debamos despedirnos, guerrero —dijo—. Sólo espero que no nos hagan luchar entre nosotros.
—Yo no te mataría —dije.
Me miró de una manera extraña. —Tampoco yo a ti —me respondió, después de un breve silencio— pero, si nos hacen luchar uno contra el otro y no lo hacemos, nos matarán a los dos.
—Que así sea —dije.
Andreas me sonrió. —¡Que así sea, guerrero! —asintió.
Uncidos a nuestros yugos, nos miramos con la certeza de que allí, en las arenas del ruedo de Tharna, ambos habíamos encontrado un amigo.
Mi adversario no fue Andreas, sino un hombre vigoroso y corpulento de cabeza rubia y rapada, Kron de Tharna, de la Casta de los Metalistas. Sus ojos eran azules como el acero. Una oreja le había sido arrancada.
—He sobrevivido tres veces a los espectáculos de Tharna —me dijo cuando nos vimos frente a frente.
Lo observé atentamente. No cabía duda de que era un adversario peligroso.
El hombre de los brazaletes nos rodeó con su látigo sin apartar la vista del trono de la Tatrix. Cuando volviera a levantarse el guante dorado comenzaría la terrible lucha.
—Seamos humanos —le dije a mi adversario—. Neguémonos a participar en este juego sin sentido. No tengo deseos de matarte para darle el gusto a estas mujeres de máscaras plateadas.
El hombre rubio me miró fijamente con rabia, como si no me comprendiera. Luego creí advertir que mis palabras habían llegado hasta él, tocaban algo en lo más íntimo de su ser. Un breve resplandor iluminó sus ojos celestes, pero no duró más que un segundo.
—Nos matarían a los dos —dijo.
—Sí.
—Forastero —dijo—. Quiero sobrevivir, aunque solo sea una vez más, a los espectáculos de Tharna.
—Como quieras —contesté, y me puse en guardia.
La mano de la Tatrix debió haberse levantado. No la vi, pues ya no despegaba la vista de mi adversario.
—Comenzad —dijo el hombre de los brazaletes.
Kron y yo empezamos a dar vueltas uno en torno al otro, levemente inclinados hacia adelante para poder herir al adversario con los cuernos de nuestro yugo.
Una, dos veces, Kron me atacó, deteniéndose empero en el último momento, para ver si podía hacerme avanzar y perder el equilibrio, al intentar detener el golpe.
Nos movíamos cautelosamente, de tanto en tanto, amagábamos una embestida con nuestros terribles yugos. En las tribunas cundió el desasosiego. El látigo sonó en la mano del hombre de los brazaletes: —¡Que corra la sangre! —dijo.
De repente, el pie de Kron se deslizó por la blanca arena perfumada, resplandeciente de plomo rojo y mica, y una nube de partículas coloreadas voló por los aires en dirección hacia mis ojos. Los granos de arena cayeron sobre mí como una tormenta plateada y carmesí. Me tomaron por sorpresa, me cegaron.
Me dejé caer rápidamente de rodillas y las púas de Kron pasaron sobre mi cabeza. En el mismo instante me enderecé debajo de su cuerpo, lo cargué sobre mis hombros y lo arrojé hacia atrás sobre la arena.
Oí el ruido sordo de su cuerpo al caer, el grito de miedo, el furioso jadeo de Kron. No podía volverme para atravesado con mis púas, pues no podía correr el riesgo de fallar.
Sacudí la cabeza salvajemente; con mis manos, presas en el yugo, trataba infructuosamente de alcanzar los ojos para restregármelos y poderme sacar así los granos de arena que tenía bajo los párpados, que me quemaban y me cegaban. A través de las tinieblas, cubierto de sudor, uncido al yugo que se sacudía violentamente, oía los gritos salvajes de la muchedumbre.
Casi ciego, oí cómo Kron se enderezaba, levantando el pesado yugo que lo sujetaba. Oí su respiración entrecortada, su fuerte jadeo, que me hacía pensar en un animal. Oí sus pasos cortos y rápidos en la arena, que lo acercaban a mí en un ataque semejante al de un toro.
Coloqué mi yugo en posición oblicua, me deslicé entre sus puntas, rechazando el golpe. Se oyó un estruendo, como el de dos yunques al chocar.
Traté de asir sus manos, pero él mantenía los puños cerrados y alejados de mí, en la medida en que el yugo se lo permitía. Mi mano se aferró a su puño y resbaló, incapaz de sostenerlo debido al sudor que nos empapaba a ambos.
Kron volvió al ataque, una, dos veces más y yo siempre lograba parar el golpe y resistir la poderosa embestida de su yugo, eludiendo los cuernos asesinos. En una ocasión no fui tan afortunado y un cuerno de acero me rasgó el costado haciéndome sangrar.
La multitud de las tribunas deliraba.
Súbitamente logré colocar mis manos bajo su yugo; éste ardía bajo el efecto del sol, igual que el mío, y de inmediato empezaron a dolerme las palmas de las manos. Kron era un hombre pesado pero pequeño, y pude levantar su yugo junto con el mío, dejando atónita a la multitud de espectadores, que había enmudecido.
Kron lanzó una maldición al sentir que sus pies habían perdido contacto con el suelo. Empezó a retorcerse, aprisionado, pataleando en dirección hacia mí, pero en un alarde de fuerzas lo arrastré hasta el muro dorado y lo arrojé contra él. La conmoción fue sumamente violenta para el hombre, preso en su yugo; de haber sido menos robusto habría significado su muerte.
Kron, que seguía uncido al yugo, estaba inconsciente. El peso de éste fue arrastrando lentamente su cuerpo inerte a lo largo del muro, hasta quedar yaciendo de costado en arena. Entretanto, el sudor y las lágrimas provocados por la ardiente irritación de la arena, me habían limpiado los ojos.
Alcé el rostro Y miré la máscara resplandeciente de la Tatrix. Junto a ella pude distinguir la máscara plateada de Dorna la Orgullosa.
—Mátalo —dijo Dorna y señaló a Kron, que yacía inconsciente.
Recorrí las tribunas con la vista.
Por todas partes veía las máscaras plateadas y oía voces estridentes que me ordenaban: —¡Mátalo!
Por doquier veía el gesto despiadado, la mano derecha extendida con la palma hacia adentro, el gesto que imita el movimiento de una cuchilla que cae. Las mujeres de las máscaras plateadas se habían puesto de pie y la estridencia de sus gritos agudos me penetraba como un cuchillo. El aire parecía vibrar al grito de: —¡Mátalo!
Me volví y lentamente caminé hasta el centro del ruedo.
Permanecí de pie con la arena hasta los tobillos, cubierto de sudor y polvo, con la espalda ensangrentada por los latigazos de la carrera de la roca y el costado herido por el cuerno del yugo de Kron. Permanecí inmóvil.
La ira de los espectadores no tenía límites.
Ahora que me encontraba en el centro del ruedo solo y silencioso, con un aire ausente, aparentando no escuchar, aquellos cientos o más bien miles de mujeres que llevaban máscaras plateadas comprendieron que allí había alguien que no se doblegaría a su voluntad. Que el ser que se hallaba solo de pie frente a ellas les había arruinado la fiesta. De pie, chillando, amenazando con sus puños plateados, arrojaban sobre mí su furia y frustración. La ira estridente de estos seres enmascarados no parecía tener límites, parecía rayar en la histeria o la demencia.
De pie en medio del ruedo, aguardaba tranquilamente a los guerreros.
El primero en llegar fue el hombre del látigo; su rostro estaba distorsionado por la ira. Violentamente me azotó la cara con la correa. —¡Eslín! —gritó—. ¡Has arruinado los espectáculos de Tharna!
Dos guerreros me quitaron apresuradamente los cuernos del yugo y me arrastraron hasta el muro dorado. Nuevamente me encontré a los pies de la máscara dorada de la Tatrix.
Me pregunté si me sería deparada una muerte rápida. De repente reinó el silencio en el estadio. Una extraña tensión vibraba en el aire, mientras todos esperaban las palabras de la Tatrix. Encima de mí resplandeció la túnica y la máscara dorada. Sus palabras fueron claras y precisas.
—¡Quitadle el yugo! —dijo.
Creí haber oído mal.
¿Había conquistado mi libertad? ¿Era esto lo que ocurría en los espectáculos de Tharna? ¿O bien, la salvaje y altanera Tatrix habría reconocido la crueldad de los juegos? ¿Un corazón habría latido súbitamente bajo la fría y reluciente túnica de oro, demostrando que esa mujer era capaz de sentir compasión? ¿O habría logrado imponerse el sentido de la justicia, el sentimiento de que yo era inocente y podría abandonar Tharna dignamente?
Mi corazón se sintió invadido por una emoción, el agradecimiento. —Gracias, Tatrix —dije.
Ella se rió. —Para que sirva de alimento al tarn —dijo.