21 - COMPRO UNA MUCHACHA

De inmediato desenvainé mi espada y me puse a vadear el río para llegar a la arboleda.

Nuevamente resonó el grito de terror.
Me encontraba entre los árboles y avancé rápida, pero cautelosamente.
Entonces percibí el olor de un fuego de campamento. Oí una conversación de voces tranquilas. Entre los árboles distinguí toldos y una carreta de tharlariones, cuyos cocheros desenganchaban a los animales. Por lo que veía, ninguno de los hombres había oído el grito o bien no le hacían caso.
Seguí caminando más lentamente y llegué a un claro entre las carpas. Algunos guardias me examinaron con curiosidad. Uno de ellos se levantó e inspeccionó el bosque para cerciorarse de que yo iba solo. Miré a mi alrededor. Una escena pacífica se presentaba ante mí: los fuegos del campamento, las carpas redondas, el cuidado de los animales de tiro, una escena tal como la que recordaba todavía de la caravana de Mintar, de la Casta de los Comerciantes. Pero éste era un campamento pequeño y tenía poco en común con la fila de carretas que cubrían muchos pasangs, con las que solía viajar el rico Mintar.
Nuevamente oí el grito.
Vi que el toldo de la carreta de tharlariones era de seda azul y amarilla.
Había llegado al campamento de un traficante de esclavos.
Envainé mi espada y me quité el casco.
―Tal ―dije a los dos guardias sentados junto al fuego, que jugaban a las Piedras, un juego de adivinanzas en el que uno de los jugadores debe adivinar si el número de piedras que el otro esconde en el puño es par o impar.
―Tal ―dijo uno de los hombres. El otro, al que le tocaba adivinar, ni siquiera levantó la vista.
Pasé por entre las carpas y vi a la joven.
Era una muchacha rubia, de cabello dorado y tan largo que cubría toda su espalda. Tenía ojos azules y su belleza era deslumbrante. En ese momento temblaba como un animal acorralado. Estaba desnuda, encadenada, con la espalda contra un tronco de árbol parecido a un abedul, en posición arrodillada. Sus manos estaban esposadas por encima de su cabeza y por detrás del tronco. Los tobillos también estaban encadenados, con una cadena corta que rodeaba el árbol.
Sus ojos se fijaron en mí con expresión suplicante, como si yo la pudiera salvar de su terrible destino, pero al observarme, su mirada se llenó de un espanto aún mayor, si es que esto era posible. Emitió un grito desesperado, comenzó a temblar y dejó caer la cabeza hacia adelante.
Supuse que me tomaba por otro traficante de esclavos.
Junto al árbol había una escudilla de hierro, llena de brasas. Percibía su calor en la distancia: tres hierros candentes se hallaban sobre el fuego.
Al lado de los hierros se encontraba un hombre con el torso desnudo, que llevaba gruesos guantes de cuero, uno de los ayudantes del traficante de esclavos. Era tuerto. Me miraba sin gran interés, mientras esperaba que los hierros estuvieran candentes.
Eché una mirada al muslo de la joven. Todavía no había sido marcado.
Cuando un hombre se apodera de una joven para su uso personal, no siempre la marca, aunque ésta sea una costumbre bastante generalizada. Un traficante de esclavos profesional, en cambio, cuida que su mercancía esté marcada unívocamente, y no es frecuente que una muchacha no marcada llegue a la subasta.
La marca debe ser diferenciada del collar, a pesar de que ambos son una señal de esclavitud. El collar identifica, en primer término, al dueño del esclavo y a su ciudad natal. Una joven puede cambiar de collar innumerables veces en su vida, mientras que la marca permanece igual e indica su status. La marca generalmente está escondida debajo de la corta falda de la esclava. En las muchachas, la marca consiste en un signo de curva graciosa que es la letra cursiva inicial de la palabra goreana para esclavo. Si se marca a un hombre, también se utiliza esta inicial pero en otro tipo de letra.
El hombre que estaba junto al fuego, advirtiendo mi interés por la joven, la tomó por el pelo, echando su cabeza hacia atrás para que yo pudiera ver mejor su rostro: ―Es hermosa ¿no es cierto? ―preguntó.
Yo asentí con un gesto y me pregunté por qué los ojos azules me miraban con tanta angustia.
―¿Quizás quieras comprarla? ―preguntó el hombre.
―No ―respondí.
El hombre me guiñó el ojo. Susurró, con tono cómplice: ―Todavía no está entrenada. Y es tan salvaje como un eslín.
Sonreí.
―Pero el hierro le quitará las mañas ―dijo el hombre.
Me pregunté si eso sería cierto.
El hombre sacó uno de los hierros del fuego: estaba al rojo.
Al ver el metal ardiente, la muchacha gritó de forma incontrolable, tirando de sus esposas, de las cadenas que la ataban al árbol.
El hombre volvió a colocar el hierro en el fuego.
―Hace mucho ruido esta muchacha ―dijo avergonzado.
Después me lanzó una mirada, se encogió de hombros como para pedirme disculpas, se colocó al lado de la joven y tomó un puñado de su larga cabellera, la enroscó formando una pequeña pelota firme y se la metió rápidamente en la boca. El cabello se expandió de inmediato y, antes de que ella lo pudiera escupir, rodeó su cabeza de más pelo, atándolo, de modo que ella ya no pudo sacar el que tenía en la boca. La joven luchó en silencio contra la mordaza, pero fue inútil. Se trataba de una vieja treta de los traficantes de esclavos. Sabía que también algunos tarnsmanes silenciaban a sus prisioneros de esa manera.
―Lo siento, muchachita ―dijo el hombre―, pero no queremos que aparezca Targo con su látigo y nos azote a los dos ¿no es cierto?
La muchacha sollozaba por lo bajo y dejó caer nuevamente la cabeza sobre su pecho.
El hombre tarareaba distraído una canción de caravana, mientras esperaba que el hierro terminara de calentarse.
Yo sentía emociones contradictorias. Había corrido a salvar a la muchacha, a protegerla. Ahora me daba cuenta que sólo era una esclava y que su propietario pretendía marcarla como a cualquier otro de su propiedad, acto rutinario en Gor. Si hubiera intentado liberarla, habría sido un robo semejante al robo de una carreta de tharlariones.
Además, estos hombres no sentían enemistad frente a la joven. Para ellos era meramente una de las muchas jóvenes encadenadas, quizá menos entrenada y menos dócil que la mayoría. En todo caso, se mostraban algo impacientes y opinaban que le daba demasiado importancia al asunto. Seguramente no entendían nada acerca de sus sentimientos, su humillación, su vergüenza, su terror.
Suponía que las otras muchachas, inclusive, pensaban que ella era demasiado revoltosa. Después de todo ¿una esclava no tenía que tolerar el hierro candente? ¿Y el látigo?
Vi a las otras que se encontraban a alguna distancia en sus ropas de esclavas, que reían y conversaban, comportándose tan alegremente como hubieran hecho jóvenes libres. Casi no se advertía la cadena que se encontraba escondida en la hierba. Pasaba por el aro que cada una tenía en los tobillos y en cada extremo estaba sujeta cuidadosamente a un árbol.
Pronto los hierros estarían listos.
La muchacha que tenía delante, tan desamparada en sus cadenas, pronto sería marcada.
Yo me había preguntado en otras ocasiones sobre el porqué se aplicaban tales marcas a los esclavos goreanos. Seguramente tendrían otras posibilidades para marcar el cuerpo humano de forma indeleble e indolora. Mi suposición, confirmada en parte por mi viejo instructor en el manejo de las armas, Tarl el Viejo, era que la marca se aplicaba en primer lugar por su efecto psicológico.
En teoría, sino en la práctica, una muchacha a la que se marca como a un animal, cuya hermosa piel de pronto queda desfigurada por el hierro de su señor, no puede dejar de considerarse íntimamente como un mero objeto poseído por alguien, algo que pertenece al ser brutal que le ha aplicado ese hierro candente en el muslo.
De hecho, yo pienso que el efecto que le produzca la marca depende en gran medida de la muchacha. Algunas sólo la considerarán un signo más de su vergüenza, miseria y humillación. En otras, puede aumentar su hostilidad. Conozco casos en que una mujer orgullosa e insolente, incluso de gran inteligencia, que siempre se había resistido al contacto con el hierro, se trasforma en una esclava de placer apasionada y obediente.
Pero, en resumidas cuentas, no sé si la marca se utiliza, en primer término, por sus efectos psicológicos o no. Quizá se trate sólo de un recurso de los traficantes de esclavos que lo necesitan con el fin de poder rastrear a los esclavos prófugos, ya que de otro modo esto constituiría un serio riesgo para su comercio. Pienso también, a veces, que la marca no es más que un vestigio anacrónico de épocas tecnológicamente más atrasadas.
Pero había algo que no dejaba lugar a dudas: la desgraciada joven no quería que la marcaran.
Sentí compasión por ella.
El ayudante del traficante de esclavos sacó un hierro del fuego. Con su ojo sano lo examinó apreciativamente. Movió la cabeza, satisfecho.
La joven se apretaba más y más contra el árbol, frotando su espalda contra la corteza áspera y blanca. Con los tobillos y las muñecas tironeaba de las cadenas que la aprisionaban. Su respiración era anhelante. Todo su cuerpo temblaba y en sus ojos se reflejaba la desesperación. La oí lloriquear.
El ayudante del traficante colocó su brazo izquierdo alrededor de su muslo derecho manteniéndolo inmóvil. ―No te muevas, tesoro ―le dijo sin aspereza―. Podrías estropear la señal.
Le hablaba suavemente como queriendo tranquilizarla. ―¿No quieres una marca limpia, bonita? Eso aumentará tu valor y tendrás un dueño mejor.
Alzó el hierro, listo para ser aplicado.
Vi que parte del delicado vello dorado de su muslo se enrollaba y quedaba chamuscado por la proximidad del hierro.
La muchacha cerró los ojos y trató de fortalecerse para soportar el momento de dolor punzante, repentino e inevitable.
―No la marques ―dije.
El hombre me miró perplejo.
Los ojos aterrorizados de la joven se abrieron y me miraron interrogativamente.
―¿Por qué no? ―preguntó el hombre.
―La compraré ―dije.
El hombre se levantó y me miró con curiosidad. Se volvió hacia las carpas. ―¡Targo! ―gritó. Luego volvió a colocar el hierro entre las brasas.
La joven se desplomó, tirando de sus cadenas. Se había desmayado.
De entre las carpas redondas surgió un hombre pequeño y gordo con una amplia túnica de seda rayada azul y amarilla y una cinta del mismo material alrededor de la cabeza: era Targo, el traficante de esclavos, el dueño y señor de esta pequeña caravana. Targo llevaba sandalias color púrpura, cuyos cordones estaban bordados con perlas. En sus gruesos dedos llevaba numerosos anillos que brillaban cuando movía las manos. Alrededor del cuello pendían a la manera de los mayordomos, monedas agujereadas, enhebradas en un alambre plateado. De los lóbulos de las orejas colgaban unos aros grandes, pendientes de zafiro en tallos dorados. Su cuerpo estaba recién aceitado, y supuse que se había estado bañando en su carpa, un placer al que son adictos los jefes de caravana al término de un largo día polvoriento. El pelo, largo y negro, bajo la seda amarilla y azul, estaba lustroso, bien peinado. Me recordaba la piel reluciente de un urt doméstico.
―Buenos días, señor ―sonrió Targo, inclinándose lo mejor que podía, examinando al extraño que había llegado a su campamento. Luego se dirigió al hombre que cuidaba los hierros. Ahora su voz se hizo cortante y desagradable―. ¿Qué ocurre aquí?
Su ayudante dijo, señalándome a mí: ―No quiere que marque a la muchacha.
Targo me miró atónito: ―¿Pero por qué? ―preguntó.
No supe qué decirle. ¿Qué podía contestarle a este comerciante, a este especialista en el comercio de carne humana, a este hombre de negocios, que seguía las viejas tradiciones y prácticas de su oficio? ¿Podía decirle que no deseaba que se lastimara a la joven? Me hubiera tomado por un loco. Pero ¿acaso había otro motivo?
Me sentí algo estúpido al decirle la verdad. ―No quiero que la lastimen.
Targo y su ayudante se miraron.
Pero sólo es una esclava ―dijo Targo.
―Lo sé.
El ayudante tomó la palabra: ―Dijo que la compraría.
―¡Ah! ―exclamó Targo y sus ojuelos brillaron―. Eso es otra cosa.
Una tristeza repentina pareció trasformar su cara rechoncha y dijo: ―Pero es una lástima que sea tan cara.
―Yo no tengo dinero ―dije.
Targo me miró estupefacto. Su cuerpo pequeño y gordo se contrajo. Estaba furioso. Se dirigió al otro hombre sin fijarse más en mí: ―Marca a la muchacha ―dijo.
Su ayudante se arrodilló para sacar un hierro de entre las brasas.
La punta de mi espada tocó la barriga del gordo traficante.
―No marques a la muchacha ―dijo Targo.
El hombre, obediente, volvió a poner el hierro al fuego. Vio que mi espada estaba tocando la barriga de su amo, pero no pareció preocuparse mucho.
―¿Quieres que llame a los guardias? ―preguntó.
―Dudo que puedan llegar a tiempo ―dije tranquilamente.
―No llames a los guardias ―contestó Targo, que comenzaba a sudar.
―No tengo dinero ―dije―, pero tengo esta vaina.
La mirada de Targo saltó a la vaina y se posó en las esmeraldas. Sus labios se movían en silencio. Seis piedras.
―Quizás ―dijo Targo― podamos ponernos de acuerdo.
Guardé la espada.
Targo se dirigió a su ayudante y le dijo ásperamente: ―Despierta a la esclava.
El hombre se fue rezongando a llenar un balde de cuero en el pequeño río próximo al campamento. Targo y yo nos contemplábamos mutuamente hasta que regresó su ayudante, quien volcó el agua helada sobre la joven encadenada, que de pronto abrió los ojos aterida de frío.
Targo se acercó a la muchacha, a pasos cortos, y colocó un pulgar, en el que brillaba un gran anillo con un rubí, debajo de su mentón, levantando la cabeza de la joven.
―Una verdadera belleza ―dijo Targo― y perfectamente entrenada a lo largo de meses en Ar.
Detrás de Targo, pude ver cómo el otro hombre sacudía la cabeza, negando lo que decía su amo.
―Y ―continuó Targo― está deseosa de agradar.
Detrás de él, su ayudante guiñó el ojo ciego y contuvo un resoplido.
―Suave como una paloma, dócil como una gatita ―continuó Targo.
Pasé la hoja de mi espada entre la mejilla y el cabello de la joven que estaba anudado sobre su cabeza. Lo moví y sus cabellos, casi tan livianos como el aire, resbalaron por la hoja.
La joven miró a Targo: ―¡Urt gordo y sucio! ―exclamó.
―Cállate, tharlarión ―bufó él.
―No creo que esta esclava valga mucho ―comenté.
―Oh, señor ―dijo Targo―, pagué cien discotarns de plata por ella.
Detrás de Targo, su ayudante tuerto levantó los dedos y abrió cinco veces las manos.
―Dudo que valga más de cincuenta ―dije.
Targo me miró perplejo. En sus ojos se reflejaba respeto. ¿Acaso yo sería del oficio? En realidad, cincuenta discotarns de plata eran un precio sumamente elevado e indicaban que la joven pertenecía probablemente a una casta superior, aparte de ser muy hermosa. Una muchacha común de una casta baja, agradable pero sin entrenamiento, podía costar, según la situación del mercado, desde cinco hasta treinta discotarns de plata.
―Te daré dos de mis piedras preciosas por ella ―dije.
En realidad, yo no tenía la menor idea acerca de su valor e ignoraba si mi oferta era razonable. A juzgar por los anillos de Targo y los zafiros en sus orejas, tuve que admitir disgustado que él debía ser un conocedor mucho más experto que yo en tales asuntos.
―¡Imposible! ―exclamó Targo y sacudió la cabeza con vehemencia.
Pensé que no se trataba de un farol, pues ¿cómo hubiera podido saber Targo que yo no conocía el verdadero valor de las piedras? ¿Cómo podía sospechar que yo no las había comprado y mandado colocar en la vaina?
―Es difícil negociar contigo ―dije―. Cuatro…
―¿Me dejas ver la vaina, Guerrero? ―preguntó Targo.
―Por supuesto ―le respondí. Me la quité y se la alcancé, reteniendo la espada.
Targo miró las joyas apreciativamente. ―No están mal ―dijo―. Pero no es suficiente…
Fingí impaciencia: ―Entonces muéstrame a las otras muchachas ―dije.
Advertí que mi pedido no complacía a Targo, ya que evidentemente deseaba deshacerse precisamente de la joven rubia. Quizá fuera muy revoltosa o resultara peligroso conservarla por alguna otra razón.
―Muéstrale las otras ―dijo su ayudante―. Esta joven ni siquiera quiere decir: “Cómprame, señor.”
Targo le lanzó una mirada furibunda al tuerto. Pero éste sólo se sonrió para sus adentros y examinó los hierros que estaban en las brasas.
Fastidiado, Targo me llevó a un claro entre los árboles.
Con movimientos ligeros batió palmas dos veces, y a nuestro alrededor se percibió un movimiento, y las jóvenes iban apareciendo mientras se escuchaba el sonido de la larga cadena que pasaba a través de los aros de sus tobillos. Ahora las muchachas se habían arrodillado, en la posición de una esclava de placer, formando una línea entre los dos árboles a los que estaban sujetadas sus cadenas. Al pasar delante de ellas, cada una de las jóvenes levantó su mirada, atrevidamente, y dijo: ―Cómprame, señor.
Muchas de las jóvenes eran sumamente hermosas y pensé que la cadena, a pesar de ser corta, era muy valiosa, ya que con seguridad cualquier hombre podría encontrar allí a una joven a su gusto. Eran criaturas vitales, espléndidas, muchas de las cuales estaban bien entrenadas para deleitar los sentidos de su amo. Numerosas ciudades goreanas estaban representadas: había una muchacha rubia de la altiva Thentis, una de tez morena de Tor, la ciudad del desierto, cuya oscura cabellera le llegaba hasta los tobillos, jóvenes de las míseras calles de Puerto Kar en el delta del Vosk, incluso muchachas de los elevados cilindros de Ar. Me pregunté cuántas de ellas habrían sido criadas como esclavas y cuántas habrían sido libres alguna vez.
Y mientras me detenía delante de cada beldad de aquella cadena, chocando con su mirada y oyendo sus palabras: ―Cómprame, señor―, me preguntaba por qué no habría de comprar a esa joven, por qué no le daría la libertad a ésta, en lugar de a la otra. ¿Acaso valían menos que ella estas maravillosas criaturas, cada una de las cuales ya llevaba su marca de esclava?
―No ―le dije a Targo―, no compraré a ninguna de éstas.
Me sorprendió oír un suspiro de desilusión, incluso de frustración, que corrió a lo largo de la cadena. Dos jóvenes, la de Tor y una de las de Ar, incluso lloraban, ocultando el rostro entre sus manos. Me arrepentí de haberlas mirado.
Pensándolo bien, comprendí que la cadena debía ser un lugar solitario para una joven llena de vida, que sabe que su marca la ha destinado al amor; que cada una de ellas debía ansiar la compañía de un hombre que se interesara suficientemente por ella como para comprarla, que cada una debía anhelar seguir a un hombre a su casa, llevando su collar y sus cadenas, conocer su fuerza y su corazón y aprender los deleites de la sumisión. Eran preferibles los brazos de un amo al frío acero del aro sujeto en el tobillo.
Cuando habían dicho: “Cómprame, señor”, se había tratado de algo más que de una mera frase ritual. Realmente habían deseado que yo las comprara, o probablemente cualquier otro hombre que las liberara de la odiada cadena de Targo.
Targo pareció aliviado. Me tomó por el codo y regresamos junto al árbol, delante del cual la joven rubia seguía arrodillada.
Al mirarla me pregunté por qué mi elección había recaído sobre ella. ¿Por qué no elegía a otra? ¿Por qué razón no me era indiferente el hecho de que esta joven llevara la marca de fuego? Probablemente lo que más me sublevaba era la institución de la esclavitud en sí misma y el hecho de que no cambiaría nada en dicha institución por un acto de compasión sin mayor trascendencia, por la liberación de esta única joven. Naturalmente no podría acompañarme a las Montañas Sardar, y cuando yo la abandonara, sola y desprotegida, sería muy pronto devorada por alguna fiera o volvería a caer en manos de otro traficante de esclavos. “Sí; me dije a mí mismo, era una acción tonta.”
―He decidido no comprarla.
Entonces observé sorprendido que la joven levantaba la cabeza y me miraba. Trató de sonreír. Las palabras brotaron en voz baja, pero clara e inequívocamente: ―Cómprame, señor.
―¡Oh! ―exclamó el tuerto, e incluso Targo parecía perplejo.
Había sido la primera vez que la joven había pronunciado esta frase.
La miré y me di cuenta de que era realmente hermosa, pero más que nada me llamó la atención el ruego de sus ojos. Al ver esto, desapareció mi decisión racional de abandonarla, y cedí a mis sentimientos, como ya había hecho tantas veces en el pasado.
―Toma la vaina ―le dije a Targo―. La compro.
―Y el casco ―dijo Targo.
―De acuerdo ―respondí.
Tomó la vaina y la alegría con que sus dedos gordos la sostuvieron me indicó que, en su opinión, había hecho un excelente negocio. En el último momento se acordó del casco y también me lo arrancó de la mano. Los dos sabíamos que no valía casi nada. Sonreí para mis adentros. Por lo visto, yo no tenía mucho talento para este tipo de negocios. Pero ¿acaso conocía el valor real de las joyas?
La joven me miró, tratando de leer en mis ojos lo que sería de ella, pues yo era su amo. Y desde ahora su destino estaba en mis manos.
Las costumbres en Gor son crueles y extrañas: seis pequeñas piedras verdes, que apenas pesan unos cincuenta gramos, y un casco deteriorado pueden ser el precio de una vida humana.
Targo y su ayudante habían ido a la carpa a buscar las llaves de la cadena de la joven.
―¿Cómo te llamas? ―le pregunté.
―Una esclava no tiene nombre ―contestó―. Me puedes dar uno si así lo deseas.
En Gor un esclavo no tiene nombre por derecho propio, pues legalmente no es una persona. Desde el punto de vista goreano, uno de los aspectos más temidos de la esclavitud es la pérdida de la identidad. El nombre que se ha llevado desde el nacimiento, con el que se le ha identificado, que se ha convertido en parte de uno, de pronto desaparece.
―Supongo que no eres una esclava de nacimiento ―dije.
Me sonrió y sacudió la cabeza.
―No ―respondió.
―Me gustaría llamarte por el nombre que tenías cuando eras libre ―le dije.
―Eres amable.
―¿Cómo te llamabas? ―pregunté.
―Lara.
―¿Lara?
―Sí, Guerrero ―dijo―. ¿Acaso no me reconoces? Yo fui Tatrix de Tharna.