20 - LA BARRERA INVISIBLE

Sostenía una espada en la mano, la espada que le había quitado a un guardián de las minas. Era mi única arma. Antes de emprender mi largo viaje me pareció prudente completar mi equipo. La mayoría de los soldados que había luchado arriba, en el pozo, contra los esclavos, estaba ahora muerta o había huido. Y los muertos habían sido despojados de sus ropas, así como de sus armas, objetos que los esclavos harapientos y desarmados necesitaban urgentemente.

Sabía que no me sobraba tiempo, ya que los tarnsmanes de Tharna pronto se harían visibles ante las tres lunas para vengar lo ocurrido.
Examiné las bajas construcciones de madera levantadas alrededor de la mina. Casi todas habían sido forzadas por los esclavos, y su contenido había sido llevado o dispersado. En el depósito de armas no se veía ninguna espada, ninguna lanza, y los recipientes de alimentos habían sido vaciados hasta la última migaja.
En la oficina del Administrador de Minas, el hombre que en cierta ocasión había dado la orden: “¡Ahogadlos a todos!” Encontré un cadáver desnudo, desfigurado por los azotes. Ya había visto una vez a este hombre, cuando fui entregado por los soldados a su custodia. Era el Administrador de Minas en persona: el cuerpo cruel y corpulento estaba completamente destrozado.
De la pared colgaba una vaina de espada vacía. Tenía la esperanza de que el hombre hubiera tenido tiempo de blandir el arma antes de que los esclavos lo atacaran, pues, aunque no me resultaba difícil odiarlo, prefería que no hubiera muerto inerme.
En el tumulto que tuvo lugar en la oscuridad o al resplandor de la lámpara de tharlarión, los esclavos probablemente no habían visto la vaina o quizá no les interesó. La espada naturalmente había desaparecido. Pensé que la vaina podría serme útil y decidí llevármela.
Con el primer resplandor del amanecer que entraba por la ventana polvorienta pude comprobar que la vaina estaba adornada con seis piedras preciosas. Esmeraldas. Quizá no fueran particularmente valiosas, pero de todos modos eran dignas de ser conservadas.
Coloqué mi arma dentro de la vaina vacía, me puse el cinto a la espalda, pasándolo ―según la costumbre goreana― sobre el hombro izquierdo.
Al abandonar la choza, oteé el cielo. Todavía no había rastros de tarnsmanes. Las tres lunas habían palidecido y parecían discos blancos en el cielo que se iba aclarando; el sol ya comenzaba a aparecer en el horizonte.
A la débil luz del amanecer se presentó ante mis ojos una escena plena de desolación y espanto. El mísero terreno de la mina, las barracas solitarias, el suelo pardusco y las rocas desnudas, estaban abandonadas, sólo pobladas por cadáveres. Entre los restos del saqueo ―papeles, cartones desgarrados, muebles rotos, alambre― yacían los muertos en posición rígida, retorcida, con sus cuerpos desnudos, aplastados.
Pequeñas nubes de polvo, arrastradas por el viento, pasaban girando como animales que husmeaban los pies de los muertos. En una de las barracas se movía una puerta, golpeando a intervalos regulares.
Atravesé el terreno y recogí un casco que se encontraba medio escondido entre los residuos. Sus correas estaban rotas, pero era posible atarlas por los extremos. Los esclavos probablemente no lo habían visto.
Me había propuesto equiparme, pero tan sólo había encontrado una vaina de espada y un casco deteriorado, y pronto llegarían los tarnsmanes de Tharna. A paso de Guerrero, una especie de trote lento que puede mantenerse durante horas, abandoné el terreno de las minas.
Apenas había encontrado el refugio de una arboleda, cuando, a una distancia de algunos miles de metros detrás de mí, distinguí a los tarnsmanes de Tharna que, como enjambre de avispas, descendieron sobre la zona de las minas.
Tres días después volví a encontrar a mi tarn cerca de la Columna de los Canjes. Había visto su sombra y temía que se hubiera vuelto salvaje, pero me propuse vender cara mi vida. Sin embargo, el gran monstruo, mi gigante emplumado, que quizá había vagado durante semanas por las cercanías de la Columna, aterrizó en la llanura a unos treinta metros de distancia; sacudió sus grandes alas y vino a mi encuentro.
Precisamente ése había sido el motivo por el cual había regresado a la Columna: la esperanza de que el ave no se hubiera alejado de aquel lugar. El lugar era bueno para la caza y los picos rocosos a los que había llevado a la Tatrix ofrecían protección para su nido.
Cuando se me acercó y extendió su cabeza, me pregunté si podría ser cierto aquello que no me había atrevido a soñar, que el ave hubiera esperado mi retorno.
No ofreció la menor resistencia ni manifestó enojo cuando salté sobre su lomo y exclamé: ―¡Primera rienda!
A esta señal respondió levantando el vuelo, al tiempo que emitía un grito agudo; sus enormes alas resonaron como látigos y fue ganando rápidamente altura.
Cuando pasamos la Columna de los Canjes recordé que había sido allí donde fui traicionado por la entonces Tatrix de Tharna, y me pregunté qué habría sido de ella. Reflexioné también acerca de su traición, de ese odio extraño que sentía por mí, que parecía estar en desacuerdo con la joven solitaria, de pie junto al borde del peñasco contemplando serenamente las praderas de talendros, mientras un guerrero devoraba la presa de su tarn. Luego volví a enfurecerme al recordar su gesto imperioso, su orden insolente: ―¡Prendedlo!
Me decía a mí mismo que ella bien se merecía cualquier cosa que le hubiera ocurrido. Y sin embargo abrigaba la esperanza que quizás no hubiera sido destruida. Me preguntaba, también, qué venganza habría satisfecho el odio de Dorna la Orgullosa. Imaginé con dolor que posiblemente hubiera podido arrojarla a una fosa de ost o quemarla viva en aceite hediondo de tharlarión. Tal vez hubiera deseado arrojarla desnuda a las garras de las insidiosas plantas carnívoras de Gor o echarla de alimento a los urts que se encontraban en las mazmorras, en los sótanos de su palacio. Yo sabía que el odio de los hombres no podía compararse al odio de las mujeres y me preguntaba qué se necesitaría para aplacar la sed de venganza de una mujer como Dorna la Orgullosa. ¿Habría algo que llegara a satisfacerla?
Nos encontrábamos ahora en el mes del equinoccio vernal en Gor, llamado En´Kara o el Primer Kara. La expresión completa es En´Kara-Lar-Torvis que, de forma bastante literal, significa La Primera Vuelta del Fuego Central. Lar-Torvis es una expresión que los goreanos utilizan para nombrar al sol.
La cronología, incidentalmente, es motivo de desesperación de los escribas de Gor, ya que cada ciudad calcula su tiempo de acuerdo con sus propias Listas de Administradores. Así, por ejemplo, se designa un año como el Segundo Año en el que Fulano ha sido Administrador de la ciudad. Podría pensarse que la Casta de los Iniciados proveería cierta estabilidad al calendario, ya que debían consignar sus fiestas y ceremonias, pero los Iniciados de una ciudad no festejan siempre la misma fiesta en la misma fecha que los de otra. Si por ejemplo, el Iniciado Supremo de Ar lograra extender alguna vez su hegemonía sobre los Iniciados Supremos de otras ciudades, hegemonía que aquél pretende ya poseer, podría introducir un calendario unificado. Pero hasta ahora Ar no ha triunfado militarmente sobre otras ciudades y, por lo tanto, los Iniciados de otras ciudades se consideran las instancias supremas dentro de sus respectivas murallas.
Existen, sin embargo, algunos factores que tienden a reducir la gravedad de la situación, por ejemplo: los mercados, al pie de las Montañas Sardar, que tienen lugar cuatro veces al año y se van numerando cronológicamente. Una segunda circunstancia sería el hecho de que algunas ciudades están dispuestas a agregar en sus registros, aparte de sus propias fechas, la cronología de Ar, la ciudad más grande de Gor.
La cronología de Ar no se mide, felizmente, a partir de sus Listas de Administradores, sino a partir de su fundación mítica por parte del primer ser humano en Gor, un héroe que, según se cuenta, los Reyes Sacerdotes habían formado de barro y sangre de tarn. El año que corre es, según el calendario de Ar, el año 10.117. Aunque yo creo que Ar no alcanza ni un tercio de esta edad. Su Piedra del Hogar, sin embargo, que había visto anteriormente, da fe de una antigüedad considerable.
Cuatro días más o menos viajé por los cielos con mi tarn cuando descubrimos a lo lejos las Montañas Sardar. Si hubiera poseído una brújula goreana, su aguja habría señalado invariablemente dichas montañas, como para indicar la morada de los Reyes Sacerdotes. Delante de las Montañas vi, a modo de espectáculo de sedas y banderas, los pabellones del mercado de En´Kara, o Mercado de la Primera Vuelta.
Hice girar al tarn, ya que no deseaba acercarme más por el momento. Contemplé las montañas, que ahora veía por primera vez. Un frío extraño me hizo estremecer, que no provenía de los vientos frescos que soplaban allí arriba.
Las Montañas Sardar no eran tan vastos y grandiosos como las altas cumbres escarlatas de la Cordillera Voltai, aquella inmensidad montañosa casi impenetrable, donde una vez estuve prisionero del Ubar proscrito, Marlenus de Ar, del ambicioso y belicoso padre de la bravía y hermosa Talena, a quien amaba y a quien había llevado hacía años sobre el lomo de mi tarn a Ko-ro-ba, para que fuera mi Compañera Libre.
No, las Montañas Sardar no poseían el soberbio encanto salvaje de las Voltai. Sus cumbres no se elevaban despreciativas sobre las llanuras, no trataban de mofarse del cielo y desafiar a las estrellas en las noches heladas. Allí no se escucharía el grito de los tarns ni el rugir de los larls. Eran inferiores a las Voltai en lo que se refiere a dimensión y grandiosidad, pero al mirarlos ahora mi corazón se llenó de temor, un temor que no sentía en la Cordillera Voltai gloriosamente salvajes, habitados por el larl.
Me aproximé más a las Montañas sobre el lomo de mi tarn.
Las montañas que tenía delante de mí eran negras, con excepción de las altas cumbres y los desfiladeros, donde se podían ver manchas blancas de nieve resplandeciente. Busqué algún rastro de vegetación en las pendientes más bajas, pero no encontré nada. En las Montañas Sardar no crecía nada.
De distantes formaciones angulares parecía emanar una extraña amenaza, un aliento de peligro intangible. Guié al tarn hacia arriba, lo más alto que pude, tan alto que sus alas comenzaron a batir frenéticamente el aire enrarecido pero no pude ver nada en las Montañas Sardar que indicara la morada de los Reyes Sacerdotes.
De repente me asaltó una sospecha, una sospecha inquietante; me pregunté si las Montañas Sardar no estarían vacías, si quizás allí no había nada, nada más que viento y nieve, si los hombres veneraban, sin sospecharlo, a la nada. ¿Qué ocurriría con las interminables oraciones de los Iniciados, los sacrificios, los ritos, los innumerables relicarios, altares y templos consagrados a los Reyes Sacerdotes? ¿Era posible que el humo de los sacrificios, el aroma del incienso, el murmullo de los Iniciados y sus genuflexiones fueran dirigidas tan sólo a las cumbres vacías de estos montes, a la nieve, al frío y al viento que rugía entre los negros peñascos?
De pronto el tarn comenzó a chillar y se estremeció en el aire.
La idea acerca del vacío de las Montañas Sardar desapareció como por encanto, pues aquí había evidencias de los Reyes Sacerdotes.
Parecía como si el ave hubiera sido asida por un puño invisible.
No podía percibir nada.
Los ojos del ave, quizás por primera vez en su vida, reflejaron terror, un terror ciego ante lo desconocido.
No podía ver nada.
Protestando, chillando, el tarn comenzó a perder altura. Sus poderosas alas golpeaban a ciegas, faltándoles toda coordinación, como si se tratara de un náufrago. Daba la impresión de que el aire se negaba a soportar su peso por más tiempo. Describiendo círculos, ebria, mareada, confundida, gritando desamparada, el ave siguió descendiendo, mientras yo me asía desesperado a las plumas de su cuello, tratando de mantener el equilibrio.
Al llegar a una altura de unos cien metros, el extraño efecto desapareció tan rápidamente como había aparecido. El ave recuperó su fuerza y sus sentidos, pero se encontraba sumamente agitada y prácticamente incontrolable.
Entonces observé maravillado cómo el valiente animal trató de ascender de nuevo, decidido a seguir volando a las alturas acostumbradas. Una vez más trató de ganar altura y una y otra vez algo parecía obligarlo a descender.
A través de su lomo pude captar la tensión de sus músculos dorsales, el latido excitado de aquel corazón indómito. Pero cada vez que alcanzábamos cierta altura, los ojos parecían salírsele fuera de las órbitas y el animal perdía su maravilloso equilibrio y la coordinación de sus movimientos Ya no estaba asustado sino furioso. Una vez más trató de ascender, cada vez de forma más rápida y salvaje.
Entonces exclamé compasivamente: ―¡Cuarta rienda!
Temía que el valiente animal se matara antes que someterse a la fuerza invisible que obstruía su paso.
De mala gana el ave aterrizó en la verde llanura a más o menos dos kilómetros de distancia del Mercado En´Kara. Me pareció percibir una mirada de reproche en los grandes ojos del tarn: ¿Por qué no saltaba nuevamente sobre su lomo y exclamaba la orden que le haría alzar de nuevo el vuelo? ¿Por qué no lo intentábamos una vez más?
Le acaricié el pico y le saqué algunos piojos de entre las plumas del cuello y se los puse en la lengua. Durante unos segundos el tarn encrespó las plumas impacientemente en señal de protesta, pero pronto sucumbió, aunque a disgusto, a los manjares que le ofrecía y los parásitos desaparecieron en su pico curvo.
Lo que acababa de suceder tenía que parecerle a una mente goreana poco entrenada, especialmente a las personas pertenecientes a las castas inferiores, una evidencia de alguna fuerza sobrenatural, como algún efecto mágico de la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Por mi parte, no aceptaba de buena gana tales hipótesis.
El tarn había chocado contra cierta especie de campo, que quizá actuaba sobre el mecanismo de su oído interno, lo que traía, como consecuencia, la pérdida del equilibrio y de la coordinación. Algo similar, pensé, podría impedir quizás la entrada de tharlariones, aquellos lagartos de Gor que se utilizaban como cabalgaduras. Tuve que admirar a los Reyes Sacerdotes, contra mi voluntad. Sabía ahora que era cierto lo que solía decirse al respecto, que todos los que se internaban en las Montañas Sardar debían hacerlo a pie. Me daba lástima abandonar al tarn, pero él no podía acompañarme.
Durante una hora, aproximadamente, le estuve hablando y finalmente le di un golpe en el pico y lo alejé de mí. Le señalé la llanura, alejada de las montañas.
―Tabuk ―dije.
El animal no se movió. ―¡Tabuk! ―repetí.
Era absurdo; pero tenía la sensación que el ave podría sentir que me había fallado al no llevarme a las montañas. Quizá presintió también que yo no lo esperaría a su regreso de la caza.
La gran cabeza se movía indecisa de un lado a otro y se volvió hacia abajo, frotándose contra mi pierna.
¿Me había fallado? ¿Acaso yo lo estaría rechazando?
―¡Vete, Ubar de los Cielos! ―dije―. ¡Vete!
Cuando pronuncié la palabra Ubar de los Cielos, el tarn levantó la cabeza. Así lo había llamado al reconocerlo en el ruedo de Tharna. El gran animal se alejó unos quince metros y se volvió hacia atrás, mirándome.
Le señalé la llanura.
El tarn sacudió sus alas, lanzó un grito y levantó el vuelo. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció en el cielo azul, perdiéndose en una mancha diminuta.
Sentí una extraña tristeza y me volví para tomar la dirección hacia las Montañas Sardar. En la verde pradera que se extendía delante de ellos se encontraba el Mercado multicolor de En´Kara.
Apenas había recorrido un pasang, cuando en medio de un grupo de árboles, en la otra ribera de un pequeño río, se oyó el grito espantado de una joven.