15 - CERRAMOS UN TRATO

El grito de “tabuk” es la única palabra ante la que, gracias al adiestramiento, un tarn reacciona. Todas las demás indicaciones se le trasmiten a través de las riendas y el aguijón. Me reproché amargamente el no haber acostumbrado al ave a responder a otras órdenes verbales. En mi estado actual, desprovisto de riendas y de silla de montar, tal adiestramiento me hubiera resultado muy valioso.

Entonces, súbitamente, se me ocurrió una idea. Cuando llevé a Talena de Ar a Ko-ro-ba, la había iniciado durante el vuelo en los secretos de las riendas, para ayudarle, al menos mientras yo estuviera a su lado, a aprender a dominar al monstruo.
Cada vez que había sido necesario cambiar el rumbo le había gritado qué riendas debía utilizar: “¡Primera rienda! ¡Sexta rienda!”. Ella tiraba entonces de la rienda correspondiente. Esa había sido la única conexión entre la voz humana y la posición de las riendas en el collar que mi tarn conocía. Naturalmente, era imposible que el ave aprendiera en tan poco tiempo. Por otra parte, tampoco había sido ésta mi intención, ya que sólo había hablado pensando en Talena. Y aun si al ave se la hubiera adiestrado en tan poco tiempo, no era posible que todavía recordara aquella enseñanza casual, ocurrida hacía más de seis años.
—¡Sexta rienda! —exclamé.
La gran ave se desvió hacia la izquierda y comenzó a ascender levemente.
—¡Segunda rienda! —exclamé, y el animal giró hacia la derecha, continuando el ascenso.
—¡Cuarta rienda! —grité, y el ave comenzó a descender, disponiéndose a aterrizar.
—¡Primera rienda! —exclamé riendo, fuera de mí de gozo, y el gigante emplumado, el titán de Gor, rápidamente ganó altura.
Me callé y el ave terminó su ascenso, mientras sus alas batían el aire con grandes golpes rítmicos. Vi cómo los pasangs se deslizaban velozmente a mis pies, y cómo Tharna desaparecía a la distancia.
Espontáneamente, sin pensarlo, eché los brazos alrededor del cuello del animal y lo estreché cariñosamente. El ave prosiguió su vuelo imperturbablemente, sin hacer caso de mí. Me reí y le di dos palmadas en el cuello. Naturalmente era sólo uno de los animales de ese planeta, pero yo lo quería.
Deben perdonarme si les digo que en ese momento me sentía feliz, un poco extraño dadas las circunstancias. Pero yo sentía como un tarnsman, y un tarnsman me comprendería. Conozco pocas sensaciones tan magníficas y divinas como compartir el vuelo de un tarn.
Y yo era un tarnsman, era uno de esos hombres que prefería la silla de montar de uno de esos feroces titanes al trono de un Ubar.
Se dice que si uno ha sido alguna vez un tarnsman, ya no puede prescindir de estos pájaros gigantescos, y creo que esto es cierto. Uno es consciente de que debe dominar al tarn o de lo contrario, será devorado por él. Se sabe que se trata de un animal libre y maligno. Todo tarnsman sabe que su animal puede volverse contra él en cualquier momento, de forma inesperada. Y a pesar de todo no elige otra vida. Una y otra vez monta al ave con alegría en su corazón, tira de la primera rienda y, con un grito, urge al monstruo para que levante el vuelo. Más que todo el oro del mundo, por encima de los innumerables cilindros de Ar valora aquellos momentos sublimes, solitarios en las alturas, en los que, expuesto al viento, él y el ave se encuentran unidos como si fueran un solo ser. Diré para concluir que me sentía gozoso de volver a montar mi tarn.
Por debajo del ave se oyó de pronto un gemido fuerte, tembloroso, un sonido incontrolado de desamparo, proveniente de la presa dorada sostenida por sus garras.
Me recriminé haber sido tan inconsciente. Mi alegría al sentirme de nuevo volando me había hecho olvidar completamente a la Tatrix. ¡Qué terrible debía haberle parecido a ella nuestro viaje de cientos de metros sobre las llanuras de Tharna, presa en las garras del animal, sin saber si en cualquier momento no la arrojarían al vacío o la llevarían a cualquier peñasco donde sería desgarrada por el pico monstruoso y las terribles garras del tarn!
Me volví para ver si me perseguían. Los perseguidores no podían dejar de aparecer a pie o sobre tarns. Tharna no mantenía una gran caballería de tarns, pero seguramente lanzaría al menos algunos escuadrones de tarnsmanes para rescatar y vengar a la Tatrix. El hombre de Tharna, que desde su nacimiento está educado de tal modo que se considera un ser inferior e indigno, y en el mejor de los casos, un torpe animal de carga, no es casi nunca un buen tarnsman Sin embargo yo sabía que había tarnsmanes en Tharna, buenos jinetes, pues el nombre de esta ciudad gozaba de respeto entre las aguerridas y hostiles ciudades goreanas. Sus tarnsmanes serían mercenarios u hombres como Thorn, Capitán de Tharna que, a pesar de su educación, habían conservado cierta altivez y un mínimo de orgullo de casta.
Oteé el cielo en vano. Todavía no se advertía ninguna de las pequeñas manchas que me hubieran indicado que otros tarns hubiesen partido de Tharna. El cielo estaba azul y vacío. Hacía rato que el último tarnsman debía haber alzado el vuelo, pero yo no vi nada.
Mi presa dorada lanzó otro gemido.
A unos cuarenta pasangs de distancia divisé algunos picos rocosos que se elevaban en una gran llanura llena de flores de talendro, una delicada flor de pétalos amarillos, con la que las jóvenes goreanas suelen hacer guirnaldas.
Al cabo de unos diez minutos nos hallábamos encima de la formación rocosa.
—¡Cuarta rienda! —grité.
El monstruo contuvo su vuelo, moderó la velocidad con sus alas y al final se posó suavemente sobre una de las elevaciones. Una arista rocosa desde la cual se podía contemplar el paisaje en muchos pasangs a la redonda, un lugar sólo accesible a un tarn.
Salté del lomo del monstruo y me apresuré a colocarme junto a la Tatrix para protegerla, en caso de que el tarn quisiera saciar su hambre inmediatamente. Arranqué las garras encorvadas del cuerpo de la mujer, hablándole al tarn y empujando sus patas hacia un costado. El ave parecía confundida. ¿Acaso no la había incitado al grito de tabuk? ¿Acaso no se le permitiría comer lo que había cazado? ¿No era ésta su presa?
Empujé al tarn hacia atrás alejándolo de la joven y la tomé en mis brazos. La apoyé cuidadosamente contra la roca escarpada, lejos del precipicio. El peñasco donde nos encontrábamos tenía aproximadamente seis metros de ancho y el mismo largo; uno de esos lugares que el tarn elige para hacer su nido.
Me coloqué entre la Tatrix y el ave carnicera y exclamé: —Tabuk.
El ave comenzó a avanzar hacia la muchacha que se puso de rodillas, apoyándose contra la roca y lanzando un grito.
—Tabuk —exclamé de nuevo, tomando en mi mano el gran pico del ave y volviéndolo de costado hacia los campos que se hallaban a nuestros pies.
El ave pareció vacilar. Con un movimiento casi cariñoso tocó mi cuerpo con su pico. —Tabuk —dije tranquilamente, señalando una vez más la campiña.
Con una última mirada a la Tatrix, el ave apartó la vista de nosotros y se colocó junto al borde del precipicio. Con un movimiento rápido y brusco de sus alas se lanzó al espacio. Su enorme sombra era un mensaje de terror para toda presa que se hallara en las proximidades.
Me volví hacia la Tatrix. —¿Estás herida? —pregunté.
A veces un tarn ataca tan violentamente a su presa que rompe su columna. Era un riesgo que yo había decidido correr, ya que no me quedaba otra alternativa. Con la Tatrix como rehén estaba en condiciones de negociar con Tharna. Probablemente no lograría reformar las inflexibles costumbres de la ciudad, pero esperaba obtener la libertad de Linna y de Andreas, y quizá podría hacer algo por los pobres seres que había conocido en el ruedo. Seguramente no era éste un precio demasiado elevado por la devolución de la Tatrix.
La Tatrix se incorporó con dificultad.
Era costumbre en Gor que una mujer cautiva se arrodillara ante su dueño, pero ella, con todo, era una Tatrix, de modo que no insistí en ese detalle. Llevó sus manos, que todavía vestían los guantes de oro, a la máscara dorada, como si lo que más temiera fuera que la protección metálica ya no estuviera en su sitio. Sólo después de esto sus manos se dispusieron a alisar y arreglar la vestimenta desgarrada. Yo sonreí. Las garras agudas del ave habían despedazado la tela y el viento la había terminado por reducir a harapos. Altaneramente se ajustó aún más la vestidura, cubriéndose lo mejor que pudo. A pesar de la máscara que brillaba fría y metálicamente como siempre, llegué a la conclusión de que la Tatrix podía ser una mujer hermosa.
—No —dijo orgullosamente—, estoy ilesa.
Esa era exactamente la respuesta que yo había esperado, a pesar de las contusiones y cortes que sufriera y seguramente de los dolores que sintiera.
—Estás dolorida —le dije—, pero sobre todo sientes frío y estás entumecida por falta de circulación.
La observé: —Luego te dolerá más aún.
La máscara me miró inexpresivamente.
—También yo —proseguí— pendí una vez de las garras de un tarn.
—¿Por qué el tarn no te mató en el ruedo? —preguntó.
—Porque es mi tarn —dije.
¿Qué más le podía decir? El hecho de que no me hubiera matado me resultaba casi tan inconcebible como a ella, dada la naturaleza de estas aves. Si no hubiera sabido más respecto a los tarns, habría supuesto que sentía algún afecto por mí.
La Tatrix miró a su alrededor y examinó el cielo.
—¿Cuándo regresa? —susurró. Yo sabía que si existía algo que lograba aterrorizar a la Tatrix era el tarn.
—Pronto —dije—. Esperemos que allí abajo encuentre alimento.
La Tatrix se estremeció.
—Si no halla una presa —dijo—, volverá furioso y hambriento.
—Así es —asentí.
—Entonces intentará resarcirse con nosotros —dijo.
—Quizá —respondí.
Finalmente le brotaron las palabras de forma lenta, cuidadosa.
—Si no caza ningún animal —dijo—, ¿dejarás que tu tarn me devore?
—Sí —dije.
Profiriendo un grito de terror, cayó de rodillas delante de mí y extendió los brazos en actitud suplicante. Lara, la Tatrix de Tharna, estaba tendida a mis pies, en actitud suplicante.
—Si no te portas bien —añadí.
Se incorporó llena de furia: —Te has burlado de mí —exclamó—. Me llevaste a adoptar la actitud de una cautiva.
Yo sonreí.
Extendió el puño enguantado para pegarme. La cogí de la muñeca, inmovilizándola. Observé que los ojos detrás de la máscara eran azules. Le permití que se liberara. Corrió hacia la roca, contra la cual se apoyó dándome la espalda.
—¿Te divierto? —preguntó.
—Lo siento.
—Soy tu prisionera, ¿no es cierto? —preguntó desafiante.
—Sí.
—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó, mientras seguía dándome la espalda.
—Te venderé a cambio de una silla de montar y armas —respondí. Pensé que convenía alarmar a la Tatrix para favorecer mis posibilidades en cuanto a la negociación.
La Tatrix comenzó a temblar de rabia y de miedo. Furiosa se volvió hacia mí con los puños cerrados.
—¡Nunca! —gritó.
—Lo haré si ése es mi deseo —respondí.
La Tatrix me miró temblando de rabia. Apenas pude barruntar el odio que la devoraba detrás de la plácida máscara dorada. Finalmente volvió a hablarme. Sus palabras caían como gotas de ácido.
—Bromeas —dijo.
—Quítate la máscara —sugerí—, para que pueda juzgar mejor qué beneficios me reportarás en el mercado de esclavos de Ar.
—¡No! —gritó, y sus manos se aferraron a la máscara dorada.
—Tengo la impresión de que solamente con la máscara podría adquirir un buen escudo y una lanza.
La Tatrix rió amargamente: —Podrías comprar un tarn por su valor —dijo.
Me di cuenta de que ella no sabía si yo realmente estaba hablando en serio. Pero para mis planes era importante que se creyera en peligro, que pensara que yo efectivamente me atrevería a vestirla como a una esclava y a colocarle un collar.
Se rió, poniéndome a prueba. Cuidadosamente levantó el bajo desgarrado de su vestimenta. —Mira —dijo con irónica desesperación— con los míseros harapos que me cubren seguramente no te darían mucho por mí.
—Eso es cierto —respondí.
Ella se rió.
—Sin vestidos, aumentará tu precio —añadí.
Esta respuesta escueta pareció sobresaltarla. Advertí que ya no se sentía segura. Resolvió jugar su triunfo. Se incorporó en forma altanera e insolente. Su voz era fría, cada palabra un cristal de hielo: —No osarías venderme.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque soy la Tatrix de Tharna.
Y diciendo estas palabras, echó la cabeza hacia atrás y su desgarrado vestido dorado envolvió su silueta esbelta.
Levanté una piedra y la arrojé al precipicio, mirando cómo caía al abismo. Observé las nubes que se deslizaban por el cielo oscurecido y escuché el viento que silbaba entre los peñascos solitarios. Luego me volví hacia la Tatrix.
—Eso sólo contribuirá a elevar tu precio.
La Tatrix parecía aturdida. Su orgullo se había desvanecido.
Con voz débil preguntó: —¿Realmente me venderías como esclava?
La miré sin responderle.
Sus manos palparon la máscara: —¿Me quitarían la máscara?
—Y tu ropa.
Retrocedió asustada.
—Simplemente serás una esclava más entre las demás esclavas, ni más ni menos que las otras.
Le costó pronunciar las palabras: —¿Sería exhibida en el mercado?
—Naturalmente —respondí.
—¿Completamente desnuda?
—Quizá te permitan llevar esposas —exclamé irritado.
La Tatrix parecía a punto de desmayarse.
—Sólo un imbécil —dije— compraría una esclava vestida.
—No…, no —balbuceó.
—Es la costumbre.
Había retrocedido y ahora su espalda rozaba el duro granito de la roca. Le temblaba la cabeza. Aunque la plácida máscara no manifestara ninguna emoción, el cuerpo de la Tatrix delataba la desesperación que se había apoderado de ella.
—¿Serías capaz de hacer algo semejante? —preguntó en un susurro estremecido.
—Antes de que anochezca dos veces —dije—, te encontrarás desnuda en el cepo de Ar y serás vendida al mejor postor.
—No, no —gimió. Su cuerpo atormentado no la sostuvo más. Cayó sobre la roca de forma lastimosa y comenzó a llorar.
Yo no había contado con esto, y tuve que resistir la tentación de correr junto a ella y consolarla, de decirle que no iba a lastimarla, que no corría peligro. Pero pensé en Linna y en Andreas, y en los pobres esclavos utilizados en los espectáculos y me contuve. Más aún, al pensar en la Tatrix y sus crueldades, en todo lo que había hecho, me preguntaba si no convenía venderla realmente en el mercado de esclavos de Ar. Seguramente en los Jardines de Placer de un tarnsman sería más inofensiva que sobre el trono de Tharna.
—Guerrero —dijo y alzó lastimosamente la cabeza—. ¿Tu venganza tiene que ser tan terrible?
Sonreí para mis adentros, pues esto ya sonaba como si la Tatrix estuviera dispuesta a negociar. —Tú me has tratado de una manera muy injusta —dije severamente.
—Pero si sólo eres un hombre, sólo un animal.
—También yo soy humano —le dije.
—Dame mi libertad —rogó.
—Me has uncido a un yugo —respondí—. Me has hecho azotar. Me condenaste a los espectáculos del ruedo. Quisiste que el tarn me devorase —me reí—. ¡Y ahora me suplicas que te deje en libertad!
—Te pagaré mil veces lo que conseguirías en el mercado de esclavos de Ar —rogó.
—Ni siquiera si multiplicaras por mil el precio que consiguiera en el mercado de esclavos de Ar, ello alcanzaría para aplacar mis sentimientos de venganza. Serás vendida como esclava.
La Tatrix empezó a gemir.
Me pareció que había llegado el momento propicio. —Y además —agregué—, no sólo me maltrataste a mí, sino también esclavizaste a mis amigos.
La Tatrix se incorporó; ahora estaba arrodillada. —¡Los liberaré! —exclamó.
—¿Puedes modificar las leyes de Tharna? —pregunté.
—Lamentablemente no, ni siquiera yo puedo hacerlo, pero puedo liberar a tus amigos. Y lo haré. Mi libertad por la de ellos.
Simulé estar reflexionando sobre este asunto.
Ella se levantó de un salto. —Guerrero, piensa en tu honor —había una nota de triunfo en su voz—. ¿Satisfarías tu venganza si tus amigos tuvieran que pagar por ello el precio de la esclavitud?
—¡No! —dije enojado, pero interiormente satisfecho—, pues soy un guerrero.
Su voz sonaba triunfante: —Entonces, guerrero, tienes que negociar conmigo.
—¡Contigo no! —respondí, tratando de parecer abatido.
—Sí —se rió—. Mi libertad por la de ellos.
—No basta —gruñí.
—Y entonces ¿qué? —preguntó.
—Libera a todos los esclavos que participaron en los espectáculos de Tharna.
La Tatrix me miró consternada.
—A todos —exclamé—, o te enviaré al mercado de esclavos de Ar.
Bajó la cabeza. —Bien, guerrero, los liberaré a todos.
—¿Puedo confiar en ti? —pregunté.
—Sí —dijo sin mirarme—, tienes la palabra de la Tatrix de Tharna.
Me pregunté si realmente podría confiar en ella y comprendí que no tenía otra alternativa.
—Mis amigos —dije— son Linna de Tharna y Andreas de Tor.
La Tatrix me miró: —Pero —dijo incrédula— esos dos se han amado.
—A pesar de ello deben quedar en libertad.
—Ella es una Mujer Degradada —respondió la Tatrix— Y él pertenece a una casta proscrita en Tharna.
—¡Libéralos!
—Pues bien —dijo la Tatrix humildemente—, los liberaré.
—Y yo necesito armas y una silla de tarn.
—Concedido.
En ese instante la sombra del tarn se deslizó sobre el peñasco. Con un poderoso aleteo el monstruo aterrizó junto a nosotros. En sus garras traía un gran pedazo carne, todavía sangrante. El tarn lo dejó caer delante de mí.
No me moví.
No sentí deseos de enfrentarme al tarn por el botín. Pero él no hizo caso de la carne. Supuse que ya había comido abajo en la llanura. Un rápido examen de su pico confirmó esta suposición. Y aquí arriba no había ningún nido, ninguna hembra ni cría de jóvenes tarns hambrientos. El gran pico empujó la carne contra mi pierna.
Era un regalo.
Acaricié al ave y le dije: —Gracias, Ubar de los cielos.
Me incliné y con las manos y los dientes arranqué un trozo de carne. Vi cómo la Tatrix se estremeció cuando me vio comer la carne cruda, pero yo estaba famélico y las costumbres de la buena mesa me eran indiferentes. Le ofrecí un trozo de carne a la Tatrix, pero ella lo rechazó como si estuviera por vomitar y no quise insistir.
Mientras yo devoraba el regalo del tarn, la Tatrix se colocó al borde del peñasco y contempló la pradera de talendros. Era una vista magnífica y el suave aroma llegaba incluso hasta nosotros. Sujetó el vestido alrededor de su cuerpo y observó las flores, que, semejantes a un mar amarillo, se movían mecidas por el viento. Parecía una figura solitaria, bastante perdida y triste.
—Talendros —dijo para sí en voz baja.
Yo estaba acurrucado junto a la carne. —¿Qué podrá saber de talendros una mujer de Tharna? —pregunté sarcásticamente.
Ella se apartó sin responder.
Cuando concluí de comer, me dijo: —Ahora llévame a la Columna de los Canjes.
—¿Y eso qué es? —pregunté.
—Es una columna en la frontera de Tharna, donde Tharna realiza los canjes de prisioneros con sus enemigos. Yo te guiaré —y añadió—. Allí encontrarás a hombres de Tharna que te estarán esperando.
—¿Esperando? —pregunté.
—Naturalmente —dijo— ¿Acaso no te resultó extraño que no hubiera ninguna persecución?
Rió tristemente: —¿Quién sería el insensato que raptar a la Tatrix de Tharna, si devolviéndola, puede obtener un rescate equivalente al oro de una docena de Ubares?
La miré atentamente.
—Yo temía —dijo con la mirada baja— que tú fueras uno de esos insensatos —en su voz parecía vibrar una emoción que yo no lograba entender.
—No —dije riendo—, tú vuelves a Tharna.
Yo todavía llevaba el pañuelo dorado alrededor del cuello, aquel pañuelo que en el ruedo había señalado el comienzo de los espectáculos y que había recogido para enjugarme la arena y el sudor de la cara. Ahora me lo quité.
—Date la vuelta —le dije a la Tatrix— y junta las manos a la espalda.
Con la cabeza en alto obedeció. Le quité los guantes dorados y los guardé en mi cinturón. Luego le até las muñecas con el pañuelo.
Sin gran esfuerzo coloqué a la Tatrix sobre el lomo del tarn y salté, sentándome a su lado. Con un brazo sostuve a mi prisionera y con la otra mano me agarré a las plumas del cuello del tarn y exclamé: —¡Primera rienda!
El animal saltó al vacío desde el angosto promontorio e inmediatamente comenzó a ganar altura.